Por Estanislao Nistal Villán

Virólogo y profesor de Microbiología de la Facultad de Farmacia, Universidad CEU San Pablo

Que Ómicron es menos virulenta que las variantes anteriores probablemente lo hayamos escuchado todos en el último mes. Pero, ¿estamos seguros de dicha información? ¿En qué nos basamos para afirmarlo?

La virulencia de un agente infeccioso se entiende como un grado de patogenicidad. Entendemos que algo es patógeno cuando es capaz de producir una enfermedad o un efecto nocivo. Para que el agente infeccioso sea patógeno se necesitan dos elementos: el agente infeccioso y el hospedador del mismo.

El poder de una nueva variante

La virulencia intrínseca del SARS-CoV-2 depende de su potencial para replicarse en las células que infecta, para evadir nuestra respuesta inmune y para inducir un tipo de respuesta anómala que desencadena la Covid-19.

Entre los elementos de virulencia intrínsecos del virus encontramos dos tipos de proteínas: las estructurales, presentes en la partícula viral, y las no estructurales, que sólo se producen durante el proceso de replicación del virus en la célula infectada.

Este proceso implica una interacción y manipulación muy efectiva de proteínas y procesos celulares por parte de las proteínas virales. Por ejemplo, la proteína S, que interacciona con el receptor ACE2 o la proteasa PLpro, que corta y sirve para madurar distintas proteínas del virus, así como cortar e inactivar algunas proteínas celulares clave. También ORF3b y Nsp14, que están implicadas en la inhibición de las defensas mediadas por la autofagia, la paralización de la producción de proteínas celulares o la respuesta mediada por el interferón.

La lista de factores de virulencia es larga e implicaría a los elementos del virus que alteran el funcionamiento normal de la célula y del organismo infectado asociados a la enfermedad.

La otra cara de la moneda: nuestra inmunidad

Las distintas capas de inmunidad que tenemos frente a las infecciones actúan cual ejército de defensa para tratar de minimizar el impacto de las armas virales.

Los tres principales ejércitos con los que contamos son la inmunidad innata, la inmunidad humoral (mediada por anticuerpos específicos) y la inmunidad celular (mediada por células T).

Al principio de la pandemia, únicamente contábamos con la inmunidad innata para protegernos frente a cualquier virus. Si está se ve rebasada, podrían entrar a actuar las otras dos, pero estas necesitan un tiempo de instrucción para especializarse en el combate frente al SARS-CoV-2. En aquel momento no estaban listas y no eran capaces de evitar la covid-19.

Tanto la vacunación como la infección funcionan como un curso de formación para estas defensas. De esta forma se seleccionan y potencian la generación de anticuerpos y células T específicas frente al virus. En la medida que se mejore esa preparación, el arsenal inmune permite que nuestros tres ejércitos tengan la formación necesaria para enfrentarse al enemigo con garantías de poder controlarlo y evitar que nos cause mal.

Dependiendo de que estemos inmunizados o no, puede variar el daño causado por el virus y, por tanto, también cambiará su virulencia en nosotros ya que, como habíamos dicho, esta no solo depende del virus sino también del hospedador.

Dicho de otro modo, el virus puede seguir teniendo armas muy potentes pero nuestra preparación inmune puede hacer que nos haga menos daño.

Menos virulenta, pero no mucho

En las últimas semanas se ha escuchado repetidamente que la variante Ómicron es más “debil” que las variantes anteriores. Pero esto no significa que haya perdido toda su virulencia, ni siquiera buena parte de la misma.

Según un último estudio (un preprint no revisado por pares), realizado en modelos animales, la virulencia se ha reducido ligeramente. Además, otra investigación (también preprint) ha confirmado que buena parte de su virulencia y la gravedad causada por esta solamente ha reducido un 27 % el riesgo de hospitalización y muerte con respecto a la variante Delta.

De hecho, podemos observar un mayor porcentaje de personas en las UCI no vacunadas o sin inmunidad específica previa frente al virus e, incluso, el fallecimiento de las mismas en comparación con personas vacunadas con las mismas características. Es decir, es en ellas donde se pone de manifiesto la virulencia intrínseca de Ómicron.

¿En qué se diferencia de variantes anteriores?

En cada una de las variantes que han aparecido del SARS-CoV-2, el virus ha ido introduciendo mutaciones que le han permitido desplazar a la variante previa gracias a su eficacia para infectar y propagarse.

Alfa adquirió mejoras en transmisibilidad con respecto al virus original de Wuhan. Por su parte, Delta se impuso gracias a mejorar su infectividad y capacidad parcial de evadir parte de los anticuerpos neutralizantes.

Ahora, Ómicron ha logrado mantener, e incluso mejorar, su capacidad de transmisión y evadir la capacidad neutralizante de los anticuerpos específicos frente a variantes previas. Lo ha hecho gracias a la introducción de la mayor parte de sus cambios en la proteína de superficie.

Pero ninguna de estas variantes presenta aparentemente una mejora en las propiedades intrínsecas del virus para evadir la inmunidad innata y solo han logrado ganar una capacidad pequeña en superar la defensa celular.

En definitiva, los elementos de virulencia intrínsecos del virus que se pudieran haber visto alterados por mutaciones en las distintas variantes no han sido suficientes para que el virus pierda gran parte de su virulencia a tenor de lo mostrado por Ómicron en personas no inmunizadas.

Gran parte de la virulencia de las distintas variantes viene condicionada por nuestra preparación frente al virus. Es por tanto esperable que la tan ansiada pérdida de virulencia venga determinada en gran medida por nosotros y nuestra capacidad de desarrollar inmunidad, tras una infección y tras la vacunación, y que esta sea la clave determinante para superar la pandemia.