Se cumplen casi dos años desde el inicio de la pandemia de la Covid-19 y las desigualdades del mundo continúan exponiéndose. El estigma y la discriminación han pasado a ser parte del comportamiento diario de la ciudadanía y, evidentemente la politización, como en todos los contextos, no podía faltar. 

La fuerte participación de los gobiernos del mundo por lograr el anhelado protagonismo, ha entorpecido los intentos de un consenso científico que, en medio de la desinformación y las contradicciones de voceros como la OMS, han creado nuevas estrategias diarias, casi de forma improvisada. La información surgida por políticos que llamaban a la población, de forma implícita, a ingerir cloro, opacaba otra importante noticia en un momento histórico, donde una gran oferta de vacunas comenzaba la carrera para obtener el título de la más eficiente. 

Mucho se repite “que la mejor vacuna es la que está disponible” y así, millones de ciudadanos, confiando en la objetividad de la ciencia basada en evidencia, han puesto el brazo para recibir la primera, la segunda y hasta la tercera dosis. Sin embargo, los países desarrollados han olvidado esta aseveración y han puesto límites para el ingreso de sus fronteras si la vacuna no cumple con requisitos específicos, demostrando que, incluso la inmunización, tiene una dosis de discriminación. 

Para nadie es un secreto que estas naciones han diseñado una estrategia de vacunación muy egoísta, cuando debería ser un proyecto global. 

Si bien es cierto que las primeras vacunas disponibles no eran las más adecuadas para repartirse en el tercer mundo por sus necesidades muy complejas de refrigeración y almacenamiento, ya existen opciones mucho más fáciles de distribuir. Aún así, la OMS y su mecanismo COVAX han ignorado este hecho, manteniendo estándares completamente parcializados, poniendo en riesgo a la humanidad con el surgimiento de nuevas variantes en lugares donde la inmunización no es tan masiva como se espera.

Ómicron, la variante más contagiosa registrada hasta el momento, surgió en África, el continente con la menor tasa de vacunación de todo el mundo. ¿Acaso esperamos que una siguiente variante sea así de contagiosa pero tan letal como Delta?

El reparto inequitativo de vacunas, no solo ha puesto en jaque la salud. Un grupo de países privilegiados, olvidando que “la mejor vacuna es la que está disponible” ha limitado el ingreso a ciudadanos con carnets de vacunación muy específicos, desestimando que los organismos que aprueban los medicamentos en cada región del mundo es diferente y no todos los territorios reciben los mismos esquemas de inmunización. 

La vacuna Sputnik V fue la primera en ser aceptada en el mundo y, aun cuando ha demostrado efectividad, continúa vetada por algunos países donde ni la inmunidad rusa coincide con sus políticas. Entre tanto, la OMS sigue sin aprobarla pero insiste que la población mundial esté vacunada. 

Lejos de la similitud con Novak Djokovic, que no pudo ingresar a Australia por no querer vacunarse, millones de personas tienen la misma condición aún estado vacunadas. 

Venezuela, como otros muchos países, no ha tenido la posibilidad de implementar esquemas basados en ARNm como Pfizer-BioNTech o Moderna. Esto descalifica a los venezolanos de ingresar a territorios donde son un requisito obligatorio. En cierto modo, las visas quedaron en el pasado y algunas vacunas específicas son la nueva forma de aprobar el ingreso a algunas naciones. 

Una nueva modalidad de discriminación ha surgido y nuevamente afecta a los menos privilegiados. Covid-19 ha sido la excusa perfecta para sectorizar, aún más, un mundo lleno de diferencias y desigualdades. Probablemente, en la diplomacia, la mejor vacuna no es la que aporta más inmunidad sino la que simpatice con sus políticas de estado.